La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de agua de carmín, de roca, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruidoso y monumental. Se dijera, a cada instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado… la tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica, insondable…
– Anda, Platero.