Cuando en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la oscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo…
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas también sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:
– Mi pare tié un reló e plata.
– Y er mío un cabayo.
– Y er mío una ejeopeta.
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria…
El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro Verde, con vo débil, hijo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:
Yo soy laaa viudiiitaa
del Condeee de Oréé…
¡…Sí, sí, cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.
– Vamos, Platero…