Aureliano Segundo, el acordeonista

El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un banquito de madera que nadie supo hasta entonces con su banquito de madera que nadie supo hasta entonces para qué servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El muchacho de se aficionó tanto a aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de que se le viera en la tienda de Catarino. Se hizo hombre de gallos. «Te llevas esos animales a otra parte», le ordenó Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos animales de pelea. «Ya los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para que ahora  vengas tú a traernos otros». José Arcadio Segundo se los llevó sin discusión, pero siguió criándolos donde Pilar Ternera, su abuela, que puso a su disposición cuanto le hacía falta, a cambio de tenerlo en la casa. Pronto demostró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Antonio Isabel, y dispuso de suficiente dinero no sólo para enriquecer sus crías, sino para procurarse satisfacciones de hombre. Úrsula lo comparaba en aquel tiempo con su hermano y no podía entender cómo los dos gemelos que parecieron una sola persona en la infancia habían terminado por ser tan distintos. La perplejidad no le duró mucho tiempo, porque muy pronto empezó Aureliano Segundo a dar muestras de holgazanería y disipación. Mientras estuvo encerrado en el cuarto de Melquíades fue un hombre ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano Buendía en su juventud. Pero poco antes del tratado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la realidad del mundo. Una mujer joven, que andaba vendiendo números para la rifa de un acordeón, lo saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no aclaró el equívoco, ni siquiera cuando la muchacha trató de ablandarle el corazón con lloriqueos, y terminó por llevarlo a su cuarto. Le tomó tanto cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que él se ganara el acordeón. Al cabo de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano, creyendo que eran el mismo hombre, y en vez de aclarar la situación se las arregló para prolongarla. No volvió al cuarto de Melquíades. Pasaba las tardes en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el acordeón, contra las protestas de Úrsula, que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa de los lutos, y que además menospreciaba el acordeón como un instrumento propio de los vagabundos herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo llegó a ser un virtuoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y tuvo hijos y fue uno de los hombres más respetados de Macondo.

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Aureliano Segundo, el acordeonista

El cuento del gallo capón contra el insomnio

Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Ursula, que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estado de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de oro, le llevaba un ramo de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Ursula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto. Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niños y niñas chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieron nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los bazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relojes. Los que quería dormir, no por cansancio sino por la nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismo chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.

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El cuento del gallo capón contra el insomnio