Parecía que, en efecto, los negocios lo dejaban totalmente indiferente. En cierta ocasión viajó a una aldea para comprar una gran cosecha de arroz. Cuando llegó, el cereal había sido ya vendido a otro comerciante. Sin embargo, Siddhartha permaneció en la aldea varios días durante los cuales agasajó a los campesinos, regaló a sus hijos monedas de cobre y asistió a una boda, volviendo del viaje muy contento. Kamaswami le reprochó que no hubiera regresado en seguida, prefiriendo malgastar allí tiempo y dinero. Siddhartha le respondió:

– ¡Basta ya de reprimendas, querido amigo! Jamás se ha conseguido nada con ellas. Si hay alguna pérdida, permíteme que la asuma. Estoy muy contento de este viaje. He conocido gente muy diversa y me he hecho amigo de un brahmán. Los niños cabalgaban sobre mis rodillas y los campesinos me mostraban sus campos: nadie me tomó por mercader.

– Todo eso está muy bien –exclamó Kamaswami irritado–, pero yo diría que en realidad eres un mercader. ¿O acaso has viajado sólo por placer?

– Por supuesto –repuso Siddhartha riendo–, por supuesto que he viajado por placer. ¿Qué otro motivo me hubiera impulsado a desplazarme? He conocido gente y lugares nuevos, he recibido muestras de amabilidad y de confianza y he hecho unas cuantas amistades. Mira, querido amigo, si hubiera sido Kamaswami, habría vuelto en seguida al ver frustrada mi compra, despechado y con prisas; y entonces sí que se habría perdido tiempo y dinero. De este modo, en cambio, he pasado unos días muy gratos, he aprendido cosas nuevas y me he divertido sin perjudicar a nadie con mi mal humor o mis prisas. Y si algún día vuelvo allí, quizá para comprar otra cosecha o por cualquiera otra razón, encontraré gente amable que me recibirá con muestras de cordialidad y de alegría, y yo me felicitaré por no haberles mostrado entonces prisas ni despecho. De modo que tranquilízate, amigo, y no sigas riñéndome, que para ti es más bien nocivo. Si un buen día crees que Siddhartha te está perjudicando, di una sola palabra y Siddhartha proseguirá su camino. Pero hasta entonces, vivamos contentos uno con el otro.

Por más intentos que hizo, el mercader no lograba convencer a Siddhartha de que, en definitiva, el pan que comía era de él, de Kamaswami. El joven pretendía comer su propio pan, o más bien que ambos se comían el pan de otros, el de todos. Nunca daba importancia a las preocupaciones de Kamaswami, que sin embargo no eran pocas. Si algún negocio amenazaba con ir mal, o se perdía algún envío de mercaderías, o un deudor parecía no poder pagar, nunca lograba el comerciante convencer a su socio de la utilidad de descargar su ira o su aflicción en palabras, fruncir el ceño y dormir mal. Un día que Kamaswami afirmó que todo cuanto el muchacho sabía se lo debía a él, Siddhartha le respondió:

–¿Pretendes burlarte de mí con bromas de este tipo? De ti he aprendido cuánto vale un cesto lleno de pescado y qué intereses se puede exigir por un dinero prestado. Éstas son todas tus ciencias. Pero contigo no aprendí a pensar, querido Kamaswami; más bien tú podrías aprenderlo de mí.

Era indudable que Siddhartha no tenía alma de comerciante. Lo bueno de los negocios era que le permitían llevarle dinero a Kamala, y le proporcionaban mucho más de lo que en realidad necesitaba. Por otro lado, el interés y la curiosidad de Siddhartha se centraban sólo en aquellas personas cuyos negocios, oficios, preocupaciones, diversiones y locuras le habían resultado siempre tan ajenos y remotos como el cielo constelado. Por más fácil que le resultara hablar y vivir con todos, e incluso aprender de ellos, sentía que algo le separaba del resto del mundo, y este algo era su era su antigua condición de samana. Veía que los seres humanos se entregaban a la vida con un apego infantil o animal que él amaba y despreciaba al mismo tiempo. Los veía esforzarse, padecer y encanecer por lograr cosas que, según él, no merecían aquel precio: dinero, pequeños placeres y escasos honores; los veía reñir e insultarse unos a otros, quejarse de dolores que hubieran hecho reír a un samana, y sufrir por privaciones que un samana ni siquiera notaría.

Siddhartha era un ser accesible a todo y a todos. El mercader que le ofrecía paños en venta, el endeudado que buscaba un préstamo, el mendigo que lo entretenía una hora con la historia de su pobreza y no era ni la mitad de pobre que un samana, todos, todos eran cálidamente acogidos por él. Trataba exactamente igual a un rico mercader extranjero que al criado que lo afeitaba o al vendedor ambulante que le estafaba unos céntimos al venderle plátanos. Si Kamaswami iba a verlo para contarle sus cuitas o hacerle reproches por algún negocio, Siddhartha lo escuchaba con un ánimo entre curioso y sereno, le manifestaba su asombro, trataba de comprenderlo, le daba algo de razón –la que le parecía imprescindible–, y luego se volvía hacia el primero que deseara hablarle. Y eran muchos, muchísimos los que venían a verlo para cerrar negocios, engañarlo, sonsacarle proyectos, suscitar su compasión o escuchar su consejo. Y Siddhartha repartía consejos, se compadecía de ellos, les daba regalos y se dejaba engañar un poquito. Y todo este juego, al igual que la pasión con que lo practicaban todos los seres humanos, pasó a ocupar sus pensamientos como antes lo hicieran los dioses y Brahma.

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